El hombre sin rostro by Luis Manuel Ruiz

El hombre sin rostro by Luis Manuel Ruiz

autor:Luis Manuel Ruiz [Ruiz, Luis Manuel]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Intriga, Fantástico, Humor
editor: ePubLibre
publicado: 2014-03-15T00:00:00+00:00


Capítulo 14

Una tarde fría y ocre de marzo caía sobre los tejados de Madrid convirtiendo el granito de las fachadas en un material más viejo y más sucio y agitando el ramaje de los álamos. Los árboles emitían un susurro marítimo que invitaba al olvido o a la huida, y que penetraba por la ventana del coche en que, silenciosos, aislado cada uno en sus laberintos particulares, viajaban el profesor Fo, su hija Irene y Elías Arce. Acababan de dejar en su casa al señor Ortega, que parecía cargar con el peso de todos los edificios de Madrid sobre sus espaldas; Orlok, el criado, se había adelantado en otro coche para ir preparando la cena y encendiendo las chimeneas. Incómodos, los Fo no encontraban el momento idóneo para despedirse definitivamente de Arce y liberarse de aquella escolta que ya comenzaba a adoptar la fidelidad dudosa de las garrapatas y los sarpullidos. En cuanto a Arce, braceaba en medio de una confusa marejada, saltando del fondo a la superficie, abofeteado a veces por la ola de aquel sentimiento tibio y vergonzoso que Irene protagonizaba en su corazón y otras por la del despecho que le provocaba haber sido tratado como un patán.

Ese mar violento, pensó Arce, no desmerecía del que parecía erosionar los cimientos de la torre que figuraba en el escudo de la fachada del profesor, la fachada rosácea con mansardas que ocupaba un elegante rincón en el Paseo de Recoletos, a la altura aproximada del Banco Hipotecario. Arce escrutaba con atención el emblema que pendía sobre la entrada principal y se preguntaba por cuánto tiempo resistiría aquel edificio precario los embates de las olas de piedra: no mucho, seguro. Azuzada por la impaciencia de decir adiós de una vez a la garrapata periodista, Irene pulsaba una vez y otra el timbre eléctrico, sin resultado. Según declaración propia, Elías Arce había prometido marcharse una vez los dejara sanos y salvos en casa, pero no antes; es decir, que la demora de Orlok estaba comenzando a parecerse en el ánimo de Irene a un adoquín grande y gordo, a uno de esos bloques de granito que sostenían los campanarios de la Colegiata de San Isidro.

—Bueno —suspiró ella sin poder contenerse por más tiempo—, es hora de decir hasta mañana.

—Me quedaré más tranquilo cuando les vea entrar en casa —opuso Arce.

—No se preocupe, señor Arce —Irene trataba de rescatar sus gestos más corteses—, aquí ya no puede pasarnos nada. Orlok nos abrirá en un momento, cenaremos y a la cama. Que tenga buenas noches.

Pero nadie abría, así que Arce no se movió.

—A mí me parece un poco extraño —entonó Elías Arce.

—No es extraño en absoluto —desmintió Irene Fo con una voz más elevada de lo que deseaba—. A veces Orlok se retrasa.

—Perdona, hija, pero eso no es verdad —terció su padre—. Deja siempre lo que tenga entre manos para atender el timbre.

—Papá, no quiero discutir, pero recuerda que cuando saca el polvo a tu estudio no se entera del timbre y una puede pasarse horas muerta de risa delante del escudo.



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